El Real Madrid ha superado la que había de ser la semana del holocausto merengue clasificándose para la final de Copa, para cuartos de Champions y derrotando dos veces al F.C. Barcelona.
A pesar de mantenerse tercero en la Liga a 13 puntos del líder y de no haber conseguido aún ningún título (más allá de la Supercopa de España, hace ya unos meses, superando también al Barça), el alivio sentido por la parroquia blanca es más que razonable.
En este escenario, con la Liga perdida pero con mucho que ganar, el sentido común debería conducir al entorno madridista a medir esfuerzos, dosificar emociones y administrar arrebatos.
Pero en un fútbol de trinchera, percutido y perturbado por un pseudoperiodismo de bufanda y pandereta, el sentido común, la cordura más elemental, brillan por su ausencia; y donde el destino tiende puentes de oro a la sensatez, la obcecación, la obstinación en el error, impone el ridículo más colosal a aquellos que tienen en su mano la posibilidad de enmendar gravísimos errores del pasado.
Después de años de villarato, platinato, calendariato y cualquier ato que pudiese ensuciar los logros del rival, los talibanes del nacionalmadridismo mediático miran para otro lado y, lejos de reconocer errores, insisten en la mentira. Allí donde toda Europa ve errores arbitrales que favorecen al Real Madrid, la yihad mourinhista se mantiene en que el perjudicado sigue siendo el equipo blanco, y de paso, reavivan sin pudor los mitos con los que han podido soportar la hegemonía blaugrana de estas últimas temporadas.
Deberíamos, entre todos, esforzarnos en olvidar los envenenados argumentos con los que Mourinho ha inoculado a una receptiva caverna mediática, para disfrutar, desde nuestros irreconciliables rincones futbolísticos, de un final de temporada que, muy a pesar de algunos, aún puede deparar insospechadas emociones.
En definitiva, la vergüenza ajena debería servir, además de para sentirla con los títulos que ganan los demás, para modular las propias actitudes.
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